Alguien me dijo, hace muchos años, que hasta para irse de este mundo hay que tener clase, y escuché hace poco esa frase en la última despedida a un ser querido, que se había marchado con las botas puestas, y me pregunto cuánta gente podrá decir eso al final de su andadura.

La vida es un camino duro, con espinas, no siempre logramos aquello que queremos, no siempre conseguimos cumplir nuestros sueños, nuestras expectativas, en los años que nos son regalados, pero hay que quedarse con la sensación de que se intentó todo.

En la enfermedad, hay que luchar hasta que las fuerzas se agoten, pues cada día que pasamos con los nuestros, en este mundo, es un regalo, y el día que no se pueda más, porque la enfermedad te ha vencido, que no te quede nada por decir, nada por contar, nada por vivir, en definitiva.

El amor es otro de esos puntos en que las despedidas suelen tener un sabor agridulce, por un lado has vivido un cúmulo de experiencias maravillosas que te han hecho feliz, y cuando llega el momento de decirse adiós, no es sencillo verse empezando de nuevo, buscando la forma de recoger los pedazos del destrozado corazón, incluso sabiendo que es la mejor decisión, un amor que se termina siempre duele, es su naturaleza.

Las amistades no se salvan, puesto que vivimos en una sociedad cada vez más individualizada, y cuando algo no funciona, en lugar de luchar para arreglarlo y empezar dónde la historia se quedó, rompemos con todo y destrozamos lo que hubo, con tal de que no nos toquen el orgullo.

Acostumbrados estamos a perder o dejar ir aquellas cosas que amamos, como si fuera fácil encontrar quién te derrita o quién te entienda en los días tontos, pero somos incapaces de valorar semejantes regalos.

Los sueños, a veces, han de dejarse atrás, porque la vida nos pone en la necesidad de comer, pagar facturas, ayudar a las personas que tenemos a nuestro alrededor…nos pone en la encrucijada de vivir de nuestra pasión sin llegar a fin de mes, o llevar como podamos la economía con lo que surja, y entonces, con el paso de los años, sufres porque no pudiste cumplir tus sueños de juventud, se idealizan y quedan ahí, congelados, esperando ser contados en las cenas de navidad a esa gente que no ves nunca, y que tiene la mala costumbre de preguntarte «qué fue de tu ilusión de ser…´´

Y por no pegar una mala contestación, te quedas con el mal sabor en el cuerpo, y te pasas una semana lamentando no haber hecho mejor las cosas, pero vienen como vienen, y hay que saber despedirse también del soñador que todos llevamos dentro, y que, por desgracia, no llena la nevera ni paga las facturas.

En fin, en mi propia persona he vivido tantas despedidas, algunas desde la mezquindad y otras, desde el agradecimiento por las nuevas ilusiones que esa experiencia, que hoy se cierra, me han dejado ahí, latentes, que puedo decir, con el corazón en la mano, que todo pasa por algo, y que después de la tormenta vendrá seguro un tiempo en calma.

Y en cuanto a decirle adiós al ser amado, sea familiar, amigo, pareja,…siempre hay que quedarse con los buenos momentos compartidos, que son los que forman la verdadera esencia de eso que llamamos vida, y hay que tener el valor de dar gracias por el tiempo que pasé siendo feliz con esa grata compañía, y soltar.

Y aunque duela, porque hay despedidas muy injustas, hay que saber levantarse, brindar por haberse encontrado por un tiempo en el camino, aunque nunca nos parezca suficiente, y el día que me toque irme a mí, que se queden con la sensación de que fueron un poquito mejores por el hecho de haberme conocido.

¡Si hay que irse, que sea con las botas puestas!

 

Katia Bañuls – Psicóloga